Sociedad
“Conducen al general a las puertas de la muerte”: frío, lluvia y la advertencia del médico de Perón en su último viaje
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hace 6 mesesel
Se moría. Juan Perón usó casi las mismas dos palabras el 8 de junio de 1974, cuando volvió a reunirse con el líder radical Ricardo Balbín: “Me muero”, le dijo a un sorprendido Balbín. Cuatro días después, el 12, desde el histórico balcón de la casa de Gobierno, dio su último mensaje a una multitud que lo vivaba a sus pies, aquel de: “Yo llevo en mis oídos la música más maravillosa que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”. Una despedida. Murió el 1 de julio, menos de un mes después de aquella certeza última sobre su fatal destino.
No había sido el único en intuirlo. El día anterior al encuentro con Balbín, el 7 de junio, Perón había regresado de un viaje a Paraguay que se inició el 6 de junio de 1974, hace exacto medio siglo: un viaje inoportuno, imprudente, de inútil riesgo y de necia precipitación que resultaría decisivo en el deterioro de su apagada salud. Ese viaje a Paraguay, en pleno invierno, que incluyó largas ceremonias a cielo abierto y bajo la lluvia, terminó de minar la salud de Perón.
Cuando al regresar al país el presidente bajó del avión Tango 01 en Aeroparque, en medio del frío de una tarde invernal, al pie de la escalerilla lo esperaba uno de sus médicos, el doctor Jorge Taiana, que luego revelaría en “El último Perón. Testimonio de su médico y amigo”: “Lo vimos disneico, pálido, ojeroso, demacrado, al borde de un grave colapso. Al acercarse para saludarme, Cossio afirmó: ‘Conducen al General a las puertas de la muerte”.
Cossio era Pedro Cossio, un eminente cardiólogo y uno de los médicos de cabecera de Perón, que había tejido una gigantesca red de contención alrededor de su paciente, sabedor de que su corazón debilitado no resistiría el ejercicio de la presidencia en aquel país violento y volcánico. Cossio encerró en la tercera persona del plural, “conducen”, a una especie de conjura que parecía empecinada en acortar la vida del General. Sólo el círculo íntimo de Perón tenía acceso a las decisiones del Presidente y podía sugerirle, o impulsarlo, a modificarlas. Y ese círculo íntimo estaba integrado por su mujer, María Estela “Isabel” Martínez, y por José López Rega, el hombre a quien Perón había confiado el poderoso ministerio de Bienestar Social, que estaba a punto de lanzar a la calle a la banda terrorista de ultraderecha Triple A, lo haría después de la muerte de Perón, y que ambicionaba gobernar el país a través de Isabel.
Cossio tampoco era el único en sospechar un eventual complot para acelerar el final de la vida de Perón o, en el mejor de los casos, de una serie de decisiones irreflexivas, atolondradas e insensatas que no podían sino poner en alto riesgo la vida del General. El “peronólogo” y en cierto modo biógrafo oficial de Perón, Enrique Pavón Pereyra, dejó por escrito en su libro “Los últimos días de Perón” su sospecha firme de que López Rega forzó a Perón a viajar a Paraguay, cuando el General tenía decidido postergar su viaje hasta el siguiente verano. No escribió con todas las letras su recelo, pero lo sugirió: creía que López Rega había querido deshacerse de Perón. En cambio sí lo confió años después, con todas las letras y en una charla privada en Madrid al periodista Esteban Peicovich; y Peicovich, ya entrados los años 80, le reveló al autor de esta nota aquel diálogo y aquella certeza de Pavón sobre la aviesa intención del poderoso superministro del tercer gobierno de Perón.
Que el estado de salud de Perón era grave no era un secreto para nadie: lo sabían su mujer, su ministro y secretario privado, sus médicos, gran parte del gabinete, la oposición, la guerrilla Montoneros que ambicionaba heredar el movimiento, los servicios de inteligencia, los jefes militares, los caciques sindicales… Los únicos que no lo sabían eran los millones de argentinos que lo habían elegido presidente por tercera vez el 23 de septiembre de 1973.
Perón había sufrido un infarto en noviembre de 1972, en los intensos días que precedieron a su retorno a la Argentina después de casi dieciocho años de exilio. El doctor Pedro Ramón Cossio, hijo del cardiólogo de cabecera de Perón, cifra tres infartos: el primero en noviembre de 1972, el segundo en junio de 1973, luego de su retorno definitivo al país y de los sangrientos enfrentamientos en Ezeiza y el tercero, el 1 de julio de 1974, que le provoca su muerte.
Sin embargo, en febrero de 1973 y cuando estaba internado en la clínica barcelonesa del doctor Antonio Puigvert para una operación destinada a extirparle unos pólipos en la vejiga, Perón había sufrido un infarto leve. “Eso fue descubierto por el doctor Cossio”, reveló Miguel Bonasso a Nelson Castro, autor de la reconstrucción más minuciosa y precisa de la salud del General para su libro: “Los secretos de los últimos días de Perón”.
En los días que siguieron a su regreso definitivo al país, el 20 de junio de 1973, la salud de Perón se resquebrajó. El domingo 24, a las diez de la mañana, Perón se entrevistó casi en secreto con Balbín en la oficina del entonces diputado radical Antonio Troccoli, en el Congreso. Dos días después, entre el 26 y el 27 de junio de 1973, como afirmó Cossio hijo a Infobae en julio de 2022, y a raíz del “gran disgusto cuando supo lo sucedido en Ezeiza el día de su arribo”, Perón debió ser atendido de urgencia en la que era su casa de Gaspar Campos 1065, Vicente López.
Había sufrido una isquemia coronaria y fue atendido por los doctores Cossio y Osvaldo Carena quienes, después de confirmar el diagnóstico, y era un diagnóstico grave, debatieron la posibilidad de armar una guardia médica permanente, día y noche, o la internación en una unidad coronaria o de terapia intensiva, como evocó en su libro el doctor Taiana. López Rega se opuso a las dos alternativas. El propio Perón renegaba de una eventual internación porque temía ser asesinado por la izquierda.
Dos días después de aquella isquemia coronaria, el 28 de junio a las tres de la tarde, los médicos fueron convocados de nuevo de urgencia ante la gravedad del estado de Perón, que se ahogaba y sufría intensos dolores. La medicación que le aplican tiene “resultado espectacular, todo rápidamente entra en calma y el enfermo reposa tranquilamente”. Taiana evoca: “Los síntomas se atenuaron, el estado físico mejoró y en los días subsiguientes pudimos encontrarlo leyendo algunos periódicos y rodeado de sus fieles caniches”. De todas formas, los médicos proponen una guardia médica permanente “que fue rechazada por el entorno. Cossio y (Domingo) Liotta vigilaron tarde y noche”, recordó Taiana en su libro.
Pocos días después, el 13 de julio, renuncian a la presidencia y a la vicepresidencia Héctor Cámpora y Vicente Solano Lima, elegidos el 11 de marzo, después de cuarenta y nueve días de gobierno volátil y constreñido por la presencia de Perón, que además renegaba de la conducción de Cámpora y de parte de los ministros que lo acompañaban. Para Perón, el de Cámpora era un gobierno copado por la izquierda.
Siguieron varios días de tensión política signados por la elección del compañero de fórmula del General para las elecciones de septiembre, hasta que el propio Perón ungió a Isabel como candidata a la vicepresidencia. Las elecciones del 23 de ese mes lo consagraron con más del sesenta por ciento de los votos, lo devolvieron a la presidencia, la tercera, y colocaron a Isabel como su heredera política.
Dos días después del triunfo electoral, el asesinato del secretario general de la CGT, José Rucci, ensombreció aún más la salud de Perón. Rucci, por el sector obrero, José Ber Gelbard por el empresariado reunido en la Confederación General Económica y el Estado por el otro, conformaban el esqueleto del “pacto social” pensado por Perón para intentar sacar al país de la crisis cuyo símbolo era una deuda externa que espantaba al presidente electo: tres mil millones de dólares. “Me cortaron las piernas”, dijo el viejo general al enterarse del asesinato de Rucci.
Dos meses después, en la madrugada del 21 de noviembre, luego de un corto viaje a Montevideo, la sombra de la muerte campeó sobre Perón. Isabel y López Rega llamaron desesperados a Cossio, al que un patrullero llevó veloz desde su casa del 2300 de Avenida Las Heras hasta Vicente López. Evocó Taiana: “El rotundo empecinamiento del Secretario (hablaba de López Rega), que había impedido instalar en Gaspar Campos una unidad de emergencia o coronaria, tantas veces recomendada por los médicos, mostró su cara siniestra”.
Cossio llegó a la cama del paciente cuando ya había sido asistido por dos profesionales de la Clínica de Olivos que lo encontraron “sentado en la cama, disneico, con tos, inquieto, nervioso, taquicárdico e hipertenso, prendido a una mascarilla que le suministraba oxígeno”. La disnea cifra la falta de aire o la dificultad respiratoria. Cossio aplica tres medicamentos, al menos uno intravenoso, y un masaje de carótida que recupera al enfermo casi de inmediato. Nelson Castro dice en su libro: “La inmediata respuesta que produjo el masaje cardíaco tuvo además un efecto mágico sobre Perón, que profundizó su confianza absoluta en el doctor Cossio”.
Nadie mejor que Perón para definir qué había sentido. Coloquial, pícaro y consciente de todo, le dijo al profesor Cossio: “Esta vez no estaba preparada la guadaña…” Y, a la mañana siguiente, ya más calmado en su lecho de enfermo, le dijo a Cossio hijo: “La pasé canuta anoche”. La había pasado más que canuta. La crisis cardíaca de Perón no pudo mantenerse en secreto. El riesgo de muerte que había corrido el Presidente ganó la calle porque, además, fueron suspendidos el ya proyectado viaje a Paraguay y otro a Estados Unidos para que Perón hablara ante la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA). La Secretaría de Prensa y Difusión, sin revelar las verdaderas causas del drama vivido en Vicente López, dio un comunicado ñoño y banal que decía, o callaba: “El presidente de la Nación, Teniente General Juan Domingo Perón se encuentra totalmente restablecido y atiende el despacho de los asuntos de Estado en su residencia particular de Gaspar Campos, donde permanecerá hasta tanto complete su tratamiento médico”.
El propio Perón, el 24 de noviembre, atendió a la agencia Télam para dar una visión piadosa de su mal. Como siempre, usó el humor, el lenguaje campechano y su astucia para quitarle enjundia al episodio y vez para hacerle pito catalán a la muerte: “Estoy relativamente bien, desde el momento que he andado medio mal con mi bronquitis. Y esa es la consecuencia de no haberme curado de una bronquitis porque la he pasado entre Montevideo, el Comando en Jefe y otros ‘perendengues’ (…) Me pesqué una gripe y no me la he podido curar porque he tenido que andar saliendo para un lado y para el otro. Y al final siempre termina en una recaída, como esto que me ha pescado a mí. (…) Naturalmente, cuando esté bien vuelvo otra vez (a la Casa de Gobierno) Algunos creen que ‘estoy para el gato’, pero no es así (…)”.
La estudiada indulgencia de Perón, su simpático disimulo no pudo engañar a quienes ya sabían, desde hacía casi un año, que su salud era de una enorme fragilidad, que el ejercicio de la presidencia reduciría su ya corta sobrevida y que el ataque del 21 lo había puesto frente a la muerte. El semanario “El Descamisado”, ligado a la guerrilla peronista Montoneros que ya le había enseñado los dientes a Perón, lo puso blanco sobre negro con una dura, casi impiadosa, elocuencia. Su edición número 28 del 27 de noviembre de 1973 salió a la calle con una tapa roja, una volante pesada que decía en letras negras: “Siempre fue gorila hablar de la salud de Perón. Pero, compañeros:” y un título catástrofe en letras blancas: “¡Qué cagaso!”, así, con s, lo que daba incluso un poco más de volumen al drama.
En enero de 1974 los doctores Taiana y Cossio creyeron imprescindible alertar al gabinete de Perón sobre el real estado de salud del Presidente. Para mantener la reserva del caso decidieron citar a los ministros en el departamento del entonces canciller Alberto Vignes. Allí los médicos explicaron con dura crudeza el cuadro clínico de Perón: “Coincidí con el doctor Cossio en formular un pronóstico letal a mediano plazo”, evocó Taiana en “El último Perón”. Para varios de los ministros, la revelación fue una sorpresa. Lo que sucedió después fue, de no ser el contexto trágico que rodeaba la reunión, un paso de pésima comedia. López Rega esbozó una teoría en la que habló de un deseo de Perón de regresar, “como los fantasmas o los faraones, a su pirámide, a su tumba”. Dijo entonces López Rega: “Hace tiempo que ha muerto, está vacío y yo le pongo, poco a poco, las ideas necesarias, lo alimento. Y necesita de mi fuerza, de mi flujo de ideas y esa tarea es mi tremenda responsabilidad”.
En ese delirio transcurrió Perón sus últimos días. Ante la tremenda evidencia científica expuesta por Taiana y Cossio, el poderoso López Rega, que o bien era un gran actor, y no lo era, o rondaba un peligroso grado de alteración mental, oponía su esoterismo a los partes médicos. “Yo no creo en los doctores ni en tanta gravedad. El General ha mejorado y se siente mejor porque yo también me siento bien. Es un Faraón, que desde hace tiempo no existiría si no lo alimentara periódicamente con mis flujos magnéticos. El absorbe mis flujos y yo retiro sus malos humores”. El disparate mereció una despectiva respuesta de Ángel Robledo, ministro de Defensa, un tipo conciliador por naturaleza: “Vea, López Rega, déjese de joder…”
A ese paciente, con el corazón pendiente de un delgado hilo, arrastraron a Paraguay en un viaje largo, helado y fatal. Pero antes, otra gran imprudencia, otra locura a la que Perón accedió con cierto desapego por su salud y en contra de la tenaz oposición de sus médicos. Dieciséis días después de enfrentar y expulsar a la juventud peronista y a Montoneros en la Plaza de Mayo, el 17 de mayo de 1974, Día de la Armada y junto a su gabinete, Perón inspeccionó la Flota de Mar desplegada en el Océano Atlántico. Debió soportar en alta mar ráfagas heladas que castigaban la cubierta de la nave insignia, el portaaviones “25 de Mayo”, recorrió el portaaviones de punta a punta, debió subir y bajar escaleras empinadas y peligrosas que obligaban a su corazón debilitado a un esfuerzo extraordinario y los cambios frecuentes de temperatura entre el interior y el exterior del buque sacudieron sus también debilitadas vías respiratorias. Además, hubo de soportar el soporífero discurso del acechante jefe de la Armada, almirante Emilio Massera. Los médicos luego desaconsejaron, y poco menos que prohibieron el viaje que debía realizar a Paraguay”. Pero el viaje se hizo igual.
Perón quería visitar ese país. Tenía una deuda con su dictador, Alfredo Stroessner, que le había dado asilo político tras su derrocamiento en 1955. Fue en una cañonera paraguaya, la “Humaitá”, anclada en el puerto de Buenos Aires donde Perón halló asilo y fue un hidroavión paraguayo donde viajó a Asunción en la primera etapa de su largo exilio. Sin embargo, Perón era más que consciente de su salud, en el filo de la navaja: “Llámenlo a Alfredo (por Stroessner) y díganle que vamos a esperar hasta el verano”.
La idea del Presidente de postergar su ansiado viaje a Paraguay está citada por Pavón Pereyra en “Los últimos días de Perón”. El biógrafo de Perón dice no sólo que los médicos “habían prohibido expresamente el viaje. (…) Contra todo ese cúmulo de incidencias negativas prevaleció en parecer de Rega, a quien Perón instaba a que hablara con Stroessner para cancelar la visita anunciada o, al menos, diferirla hasta el verano siguiente”.
El viaje fue una angustiosa experiencia para el presidente. En el vuelo hacia Formosa empezó a sentir los dolores propios de una angina de pecho. Volaba con él el doctor Carlos Seara, que le administró una dosis de un vasodilatador arterial. Cuando llegaron a Formosa, hacía mucho frío y lloviznaba. Perón tenía un protocolo a cumplir: pasar revista a las tropas formadas en su honor, saludar a todas las autoridades locales, atender los saludos de las multitudes que desbordaban cada sitio que visitaba, para quienes la visita presidencial era todo un acontecimiento. En Formosa fueron veinticinco largos minutos bajo ese clima hostil.
Luego, para sorpresa de Seara, Perón y su comitiva abordaron dos helicópteros para un corto vuelo hasta la base naval de Puerto Pilcomayo; lloviznaba, hubo alguna turbulencia, el frío y el agua se colaba en la cabina de las aeronaves. En Puerto Pilcomayo, Perón de nuevo revistó tropas, saludó a las autoridades y a la gente. Y como su intención era llegar por agua al Paraguay: embarcó en el barreminas “Neuquén” y encaró un viaje de una hora por las aguas encrespadas y heladas. No era capricho. En el puerto de Asunción lo esperaba la cañonera Humaitá, la que lo había cobijado en 1955, ahora amarrada y dispuesta a disparar veintiún cañonazos para recibir al ilustre huésped. Así que el Presidente emponchado en un grueso abrigo militar, con sus soles dorados de teniente general sobre fondo rojo que brillaban en sus hombros pasó en cubierta y bajo ese clima helado casi todo el trayecto hasta Asunción porque a la vera el río Paraguay se había agolpado una multitud que saludaba su paso.
La recepción que le dio Stroessner fue larguísima, del tamaño del discurso del dictador paraguayo. Perón en cambio, sacudido por una emoción intensa cuando el homenaje de la “Humaitá”, fue breve y conciso; pero de todos modos, para cuando la ceremonia terminó, ya era el mediodía. Todas las actividades de Perón en Paraguay fueron intensas, emotivas y celebradas bajo la lluvia: visitó la tumba de un amigo, pasó por los agasajos y fiestas populares bajo una lluvia implacable; se sometió a bruscos cambios de temperatura entre la calidez de los interiores y el hielo de la calle: todo era veneno para su débil corazón.
Nelson Castro cita en su libro un diálogo del doctor Seara con López Rega durante la fastuosa fiesta de riguroso frac que Stroessner le dio a Perón en el Palacio López. Cuenta Seara, y reflexiona luego, que López Rega se le acercó en los jardines de la residencia y después de elogiar la elegancia del médico le dijo: “¡Bueno, qué frío! La verdad que este viaje tan complicado… no sé…’ como si él no hubiese tenido tampoco algo que ver”.
Al día siguiente, Perón volvió al país. Fue cuando Taiana lo vio al pie de la escalerilla del avión presidencial al borde del colapso y oyó al doctor Cossio decirle aquello de: “Conducen al General a las puertas de la muerte”.
Eso era lo que habían hecho.
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