Un hombre fue declarado responsable por haber abusado de tres niñas menores de 13 años, en todos los casos, cuando ellas estaban bajo su cuidado en una vivienda de la localidad neuquina.
La resolución se tomó a partir de un acuerdo de partes, que implicó el reconocimiento de las acusaciones por parte del ahora condenado, pero también la conformidad de los y las representantes de las víctimas.
Además, el fiscal del caso Adrián De Lillo, precisó que resta imponer la pena, pero que el monto también fue acordado por las partes en 12 años de prisión efectiva. En esa audiencia se presentará la prueba en contra del acusado y la fiscalía, con el acompañamiento de las querellas, argumentará el pedido.
El imputado es J.S.C y la declaración de responsabilidad incluyó dos investigaciones desarrolladas por la fiscalía. Por un lado, se le atribuyó el abuso sexual de dos niñas de 9 y 11 años de edad, entre principios de 2010 y fines de 2011, en circunstancias en que se encontraba encargado de la guarda en una casa de Villa La Angostura.
El fiscal De Lillo le imputó a J.S.C un hecho posterior respecto de otra víctima, cuando entre febrero de 2013 y diciembre del año 2019, en el interior de la misma vivienda y, luego, en otra casa de la misma localidad, abusó sexualmente de una niña, que al inicio de las agresiones sexuales tenía 6 años de edad.
Respecto de la primera imputación, el juez de Garantías que dirigió la audiencia declaró la responsabilidad de J.S.C por el delito de abuso sexual con acceso carnal en carácter de delito continuado, cometido contra una menor de 13 años, agravado por encontrarse en situación de guarda (dos hechos en concurso real); y respecto de la segunda acusación, la declaración de responsabilidad fue por abuso sexual gravemente ultrajante por su duración en el tiempo y circunstancias de realización, cometido contra una menor de trece 13 años, doblemente agravado por haber sido cometido encontrándose en situación de guarda y aprovechando la situación de convivencia preexistente (artículos 45, 55, 119 segundo y tercer párrafo, en función del primer párrafo, agravados por el cuarto párrafo incisos “b” y “f”, del Código Penal).
Las partes adelantaron que durante la audiencia de determinación de la pena solicitarán 12 años de prisión, además de la inscripción en el Registro de Identificación de Personas Condenadas por Delitos contra la Integridad Sexual (RIPeCoDIS).
Pasadas las 22 horas del sábado, salía de una despensa y fue atacado con un arma de fuego.
El hombre asesinado en plena vía pública este sábado por la noche, fue identificado como Lucas Gatica, de 35 años de edad.
El crimen generó conmoción por la violencia en plena calle, en un horario transitado y a la vista de todos.
Durante esta tarde, desde el Ministerio Público Fiscal informaron a ANB que la autopsia que le practicaron al cuerpo de la víctima confirmó que murió por lesiones de arma de fuego.
El hecho ocurrió en Onelli y Vilcapugio, a la salida de una conocida despensa del lugar.
Según trascendió, el hombre salió de comprar y desde un vehículo, le dispararon y huyeron. El hombre fue trasladado al hospital zonal en un vehículo particular, pero lamentablemente falleció producto de las heridas recibidas.
Durante las horas posteriores al crimen, el equipo de fiscales ordenó distintas medidas investigativas, aunque hasta el momento no habría personas detenidas por el hecho. (ANB)
Cuyin Manzano es un paraje neuquino ubicado a 80 kilómetros de Bariloche. Unos 60 pobladores le dan vida a este lugar y recuerdan su historia y los años vividos allí.
“Te tiene que gustar el campo. La vida acá es dura, sacrificada”, dice Emilio Chamorro. Fotos: Marcelo Martínez.
Por Claudia Olate
“Soy la más vieja de acá, así que me tienen que respetar”, dice a modo de broma Clementina Chamorro, más conocida como “Peme”, parada atrás de su cocina a leña, en la casita que la vio crecer y envejecer. Lleva 91 años sobre las espaldas. Su casa es la última que se encuentra en el camino que atraviesa el paraje neuquino de Cuyin Manzano, antes de llegar al vado por el que tienen que cruzar el río los pobladores que viven al otro lado.
Una cuesta empinada, que en los días de lluvia se convierte en una greda patinosa, conduce a esta casita de madera, que resiste el paso del tiempo al igual que su dueña. Nació, se crió y vivió toda su vida en Cuyín Manzano y hoy es la pobladora más antigua que tiene el lugar.
Dueña de unos ojos celestes que supieron ver los cambios del campo, de su familia, de los pobladores, de la vida, tiene para contar, lo que no alcanzaría un libro para relatar. Nos recibe sentada en el banco en el que pasa las horas, abrigada por su cocina, cuando no está cocinando o dándole de comer a alguno de los “guachos”, terneros o corderos que cría con amor. Emilio, su sobrino, prepara unos mates amargos que acompañan con unas tortas fritas, calentadas en la misma cocina.
Clementina “Peme” Chamorro tiene 91 años y es la pobladora más grande que tiene el paraje. Foto: Marcelo Martínez.
De fondo, se escucha el social. Llegamos a interrumpir este momento casi sagrado para los pobladores rurales, que se anotician de todo a través de este servicio de mensajes al poblador rural que, desde hace muchas, muchas décadas, mantiene Radio Nacional y que no pasó desapercibido por el feroz ajuste del actual gobierno nacional.
“Si volviera a nacer, le pediría a Dios volver a nacer acá”, afirma sin dudarlo, “la Peme”. Ella sabe los cambios que hubo. Nadie le contó sobre el Cuyín de ayer, lo vivió en primera persona. “Antes había mucha más gente, era muy distinto”, señala y agrega que “había que ir y volver a caballo donde fuera”.
“Peme” recuerda que cuando chica, solían cazar liebres junto a sus amigas de aquel tiempo y vendían los cueros o los cambiaban por mercadería. Al igual que ahora, no había en Cuyín dónde comprar nada, pero a diferencia de ahora, época en la que la mayoría tiene vehículo o a algún familiar motorizado que lo ayude, antes era todo a caballo o de a pie.
Hace 85 años, “Peme” empezó la primaria en la Escuela 11. En esa época, recuerda, eran muchísimos chicos, y “nos enseñaban tantas cosas”, añade. Dice que además de todo lo que incluía el conocimiento académico, aprendían a tejer, a hacer trabajos de talabartería, entre otras cosas. “Ahora me olvidé algunas cosas…no me acuerdo todos los cuatro continentes”, agrega moviendo la cabeza a un lado y a otro, renegando por el olvido, como si los 91 años no existieran.
Emilio Chamorro, su sobrino, también vivió toda la vida en Cuyín. Más de medio siglo en el que pudo comprobar que el campo cambió, que antes verdaderamente era todo más verde. Pero el clima, el avance de algunas especies arbóreas, el aumento del número de chivas, hicieron mella. “Antes era todo ñirantal, pero ahora hay mucho ciprés, mucha rosa mosqueta”, explica.
Emilio Chamorro afirma: “no me iría de acá”. Foto: Marcelo Martínez.
Sentado de espaldas a la única ventana de la casita, hace memoria para pensar en el Cuyín de antes por el que le pregunto. Dice, al igual que todos a los que les repito el mismo interrogante, que el pueblo de antes era mejor.
Su tía agrega que antes “había más unión” y que cambiaría el Cuyín actual por el del pasado, sin dudarlo.
Emilio, agrega que la vida de campo es dura, sacrificada, que no da descanso y que te tiene que gustar, de lo contrario, “nadie aguanta”. Todos los días tiene que salir al campo con los animales, en invierno, pasar días en la cordillera, en un campamento precario, para bajar el ganado que quede arriba, en verano, esforzarse lo mismo para que no falte alimento…un trabajo del que poco se habla y que tanto representa.
Así y todo, “no me iría de acá”, dice con convicción y añade que “yo voy dos o tres días al pueblo, y me aburro”.
Emilio es también, casi, como un “taxista” para quienes llegan al paraje y tienen que cruzar al otro lado del río. La mayoría acude a él, para que los cruce a caballo cuando el caudal del agua no permite hacerlo caminando.
“Antes había pasarela, pero en el ‘92, en el día de San Juan, vino el río enojado y se llevó todo”, cuenta Peme. Todos los que viven en Cuyin hablan de este puente que supo unir a las poblaciones y hoy, la falta de respuestas del gobierno y las instituciones, expone a los pobladores a tener que cruzar caminando o a caballo, arriesgando, en más de una ocasión, la propia vida.
El paisaje de Cuyín Manzano es más bien de estepa. Foto: Marcelo Martínez.
Hoy el paraje es una transición entre la estepa y el bosque y poco queda de aquel campo verdoso y lleno de árboles con flores que la mayoría recuerda no sin nostalgia. A unos 35 kilómetros se encuentra Villa Traful, un pueblo de montaña con un contraste paisajístico muy grande. En Cuyín, el río homónimo lo atraviesa y aunque en invierno lleva un caudal importante, en verano no siempre es así.
Los cerros son más bien bajos, aunque allá al fondo, el cerro Bayo, al que luego los que fueron de la ciudad a recorrerlo le pusieron “Blanco”, tiene un paisaje de alta montaña que sorprende. El camino de ingreso, a unos 12 kilómetros de Confluencia, encanta a toda persona que llegue, con formaciones rocosas dignas de paisajes de cualquier película de ciencia ficción.
En la entrada del pueblo, está la Escuela 11, una pintoresca capilla detrás de la cual está el cementerio comunitario, aunque como ocurre en casi todo pueblo rural, cada familia tiene su cementerio donde deja a quienes se van de este plano. El pueblo lo completan un SUM (Salón de Usos Múltiples) y luego, todas las casas de los pobladores.
De fondo, la pintoresca capilla que tiene el paraje. Foto: Marcelo Martínez.
Ahora, la mayor parte de los animales que tienen los pobladores, son chivas. En otro tiempo, recuerdan, había más vacunos y todas las familias tenían sus chacras en las que sembraban cuanta verdura imaginemos, alfalfa y hasta trigo.
Mario Chamorro vive solo en su casa. Hace pocos días cumplió 75 añosy si bien nació en Cuyin, dice que vivió “por todos lados”, pero que Cuyin es “el paraíso de la Patagonia”. Hace treinta años decidió quedarse de una vez por todas en el paraje.
Ahora, ya jubilado, piensa que aunque tenga sus dificultades la vida del campo, “a nosotros no nos afecta tanto la jubilación, porque acá es distinto, pero los que vive en el pueblo deben estar complicados, todo está muy caro”.
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“Antes era una maravilla esto. Había mucho más pasto, mucha más gente. Pero los jóvenes se fueron. Van quedando los viejos y se va terminando todo”, reflexiona sentado junto a uno de sus perros, mientras ceba un mate.
Mario Chamorro tiene 75 años y afirma que Cuyin es “el paraíso de la Patagonia”. Foto: Marcelo Martínez.
“No es que no haya trabajo, es que te tiene que gustar el campo. Lo más sacrificado es el trabajo de campo”, dice a ciencia cierta. “Acá hay que luchar. Este año nevó muy temprano y quedamos todos con los animales arriba”.
En su tiempo libre, dice que hace sogas y cojinillos. Cuando el clima lo permite, sale al campo “porque tengo vacas y caballos”.
Recuerda también la creciente que se llevó el puente e inundó todo. “La pasarela hace mucha falta. No sé si un puente porque ahí ya cruzaría más gente y vendría gente de afuera y siempre vienen y dejan basura”, apunta.
Amelia Cornelio nació en Cuyin Manzano. Se crió allí y cuando el trabajo la llevó lejos, formó su vida en el pueblo, pero en cada retorno a sus pagos, a su tierra, mira los cerros que dividen el paraje con la ruta 40 y señalando un punto específico recuerda: “por ahí veíamos a mi mami y a la abuela Rosa cuando venían de comprar en lo del “turco” Creide. Jugábamos a ver quién las veía primero y cuando llegaban, les pedíamos los caballos un ratito para dar una vuelta”.
Pocos quedan de esos pobladores de antes. Clementina, doña María (pobladora de la otra margen del río), son las más grandes.
Segundo Quintriqueo tiene 76 años y vive solo, en una población donde supo vivir con su madre, Rosa Burgos, y sus primos, hijos de Delia Cornelio. Ahora, solo queda su casita de madera con un pequeño alero que le hizo su sobrina años atrás. Allí se asoma cuando escucha ladrar a sus perras, en señal de que alguien llega. “Anduve trabajando en algunas estancias cuando era joven, pero volví para sostener a mis viejos y así me quedé para siempre acá”, dice.
Segundo recuerda que hace muchos, muchos años, en un arroyo que desemboca luego en el río Cuyin, había un molino comunitario. Allí iban los pobladores que cosechaban su trigo a hacer harina para subsistir.
Segundo Quintriqueo vive solo y remarca que su única compañía de todos los días es la radio. Foto: Marcelo Martínez.
Algunas chivas y gallinas le dan el trabajo diario de salir al campo, subir los cerros y bajarlos, a pie. Dice que debería tener un caballo, o un cuatriciclo, pero solo lo piensa.
“Yo vivo tranquilo acá. Me levanto, me tomo unos mates y salgo a ver a mis chivas”. Así, siempre. Salvo, claro, cuando llega alguna visita, aunque son escasas a veces, pero ahí cambia la rutina y quizás un asado o comida compartida, lo hacen olvidar de sus tareas cotidianas.
“Antes era otra cosa”, afirma y añade que “los pobladores se visitaban más. Ahora también cambió mucho el campo. Mucha sequía, muchos calores”. En su infancia, recuerda, fue a la Escuelita 11, “la llevo en el corazón”, dice tocándose el pecho y agrega, a modo de justificar ese sentimiento, que allí aprendió a leer y a escribir, y allí también, “velaron a mi viejita. Ella adoraba a la escuela”.
Cuando termina su jornada, escucha un programa de radio. El generador del paraje da luz hasta las 23 horas. “La única compañía que tengo siempre, es la radio”, remarca sentado justo debajo de donde cuelga la radio en la pared.
Viviana y Dagoberto Riquelmeviven en Cuyin desde hace muchos años. “Yo nací y me crié acá”, cuenta él en su casa, desde donde la vista al río y los cerros, es maravillosa. Luego, se fue por trabajo a otros lugares, pero en la década del 80, volvió junto a su compañera para trabajar en la Estancia Siete Cóndores, cuyo chalet está en el ingreso al paraje.
Vivi y “Pelado” comenzaron un emprendimiento de cabañas para turismo hace pocos años. Foto: Marcelo Martínez.
Luego de unos años, se fueron nuevamente a Piedra del Águila, pero la muerte del padre de “Pelado”, los hicieron volver. “Costó, no teníamos nada para vivir acá”, dice el matrimonio.
Vivi, es también una de las auxiliares de la escuela, y tiempo atrás tuvo una proveeduría aunque no logró sostenerla por la falta de ventas, pero piensa que ahora quizás haría más falta debido a que hay más turismo. “Pelado”, puso un local de artesanías que fabrica él y son la envidia de cualquier artista.
Si bien recuerdan que sufrieron el cambio y la primera etapa allí, “hoy no lo cambiaríamos por nada”, dicen.
En la pandemia, pensaron en hacer una casita para recibir a los hijos y nietos que ya se habían ido de la casa familiar, pero finalmente, se transformó en un emprendimiento turístico que crece pasito a pasito.
“Cabañas Dago” es un lugar para quedarse y disfrutar la paz de Cuyín Manzano. Foto: Marcelo Martínez.
Ahora tienen dos hermosas cabañas preparadas para recibir a turistas en búsqueda de descanso y desconexión. En Cuyín Manzano no hay señal de celular ni energía eléctrica continua, pero sobra la paz.
“Lo único que la gente que viene tiene que saber es que no hay dónde comprar nada, así que tienen que venir con todo, pero todos se van muy contentos y nos van recomendando. Así que nos vamos haciendo conocidos de boca en boca o con nuestros hijos que nos suben a las redes sociales, porque nosotros no entendemos nada de eso”, dice con una risa Vivi.
En la “entrada” del pueblo, cerquita de la escuela, Norma Chamorro remarca que “yo no cambio a mi Cuyin por nada”, aunque coincide con el resto de los pobladores en que el “Cuyin de antes era tan lindo, había mucho compañerismo”. Pese a los cambios y las posibilidades de irse a otro lado, Norma afirma que “no me quise ir nunca”.
Recuerda también la crecida del río que se llevó el puente y que desde entonces, hace más de 30 años, no volvió a construirse. “Yo voy a seguir pidiéndolo siempre, porque la gente no sabe lo que es vivir del otro lado”, expresa y cuenta que cuando su hermano que vive del otro lado del río, se quebró, “tuvieron que sacarlo en carretilla”.
Norma Chamorro y Eusebio Cornelio viven entre las primeras casas de la entrada a Cuyin Manzano. Foto: Marcelo Martínez.
Eusebio Cornelio también es nacido y criado en el paraje y lamenta que cada vez haya menos pobladores. “Parques Nacionales sacó a mucha gente de acá, ojalá recuperen las tierras y vuelvan”, afirma mientras mira por la puerta abierta cómo cae la fina lluvia.
“¿Te irías de Cuyín?” le pregunto y dice con una risa fuerte, “no lo cambié antes, cuando era joven, menos que menos ahora que ya estoy viejo. Acá te vas al campo, desensillás, te haces un asadito y nadie te molesta para nada”.
Ya anochece. Se empiezan a ver las primeras luces de las casas, del SUM y de la escuela. Quienes no conocen el lugar, pueden pensar que solo hay un par de viviendas, pero hacia el interior del campo, por distintos caminos, se llega a los hogares de estos 60 pobladores rurales que le hacen frente a la vida rural, a la economía de subsistencia, a la falta de respuestas ante tantos pedidos. Siempre dispuestos a cebar un mate y a charlar, a recordar el Cuyín que fue y a defender el lugar que los vio nacer y que tanto aman. (ANB)
Un pequeño puñado de alumnos y trabajadores, viven el día a día en un establecimiento que es testigo de la historia del lugar.
La Escuela 11 está ubicada en Cuyín Manzano, un paraje neuquino ubicado a unos 80 kilómetros de Bariloche. Fotos: Marcelo Martínez.
La vida rural se erige, muchas veces, alrededor de un lugar clave: la escuela, que en la mayoría de los casos, es albergue o lo supo ser en algún momento. Cuyín Manzano no es la excepción y allí, en el ingreso a este pequeño paraje en el que viven menos de 60 pobladores, está el edificio por el que pasaron cientos de chicos y chicas de los alrededores y al que hoy asisten cinco niños.
Dicen que estuvo en otro lugar. Dicen que hace muchas décadas, la trasladaron a Cuyin Manzano, cuando el paraje neuquino, ubicado a unos 80 kilómetros de Bariloche, era más bien un pueblo, con más habitantes y más vida comunitaria.
Quienes asistieron hace 50 o 60 años, recuerdan que en la Escuela 11 eran muchos chicos y había un solo maestro que les enseñaba a hacer hasta alpargatas en un pequeño taller ubicado en una especie de altillo de un edificio del que poco o nada queda.
No hace tantos años, los alumnos llegaban de todos lados. Había incluso niños y niñas de Bariloche, Villa La Angostura o Junín de los Andes, cuyos padres quizás trabajaban en zonas rurales alejadas de su casa y el albergue escolar les simplificaba la ecuación.
Un cambio de decisiones y organización escolar determinó que ahora, solo concurran menores de determinada área geográfica, por lo que se redujo notablemente la matrícula e incluso hay solo dos niños en el albergue, con lugar para más de 20.
Los niños almuerzan en la escuela todos los días. Foto: Marcelo Martínez.
“Yo antes vivía en Bariloche, pero ahora me mudé y vengo a esta escuela”, dice Santino, un niño de 9 años que vive en Cuyín Manzano y no duda en afirmar que le gusta más vivir allí, “porque tengo más libertad, es más tranquilo”, resume con la reflexión digna de un adulto.
Llegamos temprano, y como pasa en cualquier lugar en el que se conocen todos, un auto desconocido se reconoce al instante. Por la ventana de la escuela, vimos algunos rostros que observaron la llegada de gente que no vive allí.
Es la hora del almuerzo y mientras afuera llueve y hasta nieva en un invierno que se resiste a despedirse, en el comedor preparan la mesa para recibir la comida que cocinaron las trabajadoras de la escuela.
La vida en las escuelas rurales transcurre de otra forma. Con otros ritmos y otros vínculos. En la mesa de los chicos, se sientan Santino, Hernán, Piuké y Awkin, los alumnos de la Escuela 11. También están Roberto y Natalí, los celadores, una figura que en las escuelas primarias de la ciudad no existe, pero que son quienes cuidan de los niños que viven de lunes a viernes allí.
Piuké será la egresada de este año. Vive allí durante la semana, junto a Awkin, su hermano, pero son de Paso Coihue. Dice que le gusta vivir allí, que extraña cuando se va. Es que la escuela, para ellos, es su casa. Con su hermano, dicen que al principio les daba miedo a la noche, pero que eso ya pasó.
Hernán es uno de los más pequeños de la Escuela 11. Foto: Marcelo Martínez.
Hernán habla poco porque le da vergüenza encontrarse con gente desconocida. Es uno de los más pequeños de la escuela y es de los niños que cruzan el río a pie o a caballo, ya que viven en poblaciones ubicadas en la otra margen del curso de agua del que lleva el nombre el paraje.
Ya están los platos en la mesa y Hernán es el encargado de agradecer por la comida. Cada uno, lo hace a su modo y según su creencia. El pequeño, de seis años, dice un “gracias” bien audible, y se sienta a comer.
“Todavía se puede soñar y sostener las escuelas rurales”, dice con convicción Nancy Fuentealba, la directora de la Escuela 11 desde 2023. Antes, estuvo en un pequeño paraje de Junín de los Andes y antes en otro…lleva 26 años en la educación rural y asegura que no lo cambiaría por otro trabajo.
La escuela, según afirma, tiene un rol fundamental en la vida comunitaria. En los pequeños parajes, de Río Negro, Neuquén, el sur o el norte del país, la realidad no es muy diferente. Muchas veces sin señal de celular ni de internet. A veces alejados de cualquier centro urbano, otras veces más cerca pero igual de dispares. Siempre, la escuela rural es el punto de reunión.
En Cuyín Manzano no hay señal de telefonía. Si bien ahora hay algunos pobladores que pudieron acceder a internet satelital, hasta no hace mucho tiempo, solo la escuela tenía Wi-Fi y antes de esto, equipo de radio para comunicarse con otras instituciones y no era raro ver, frecuentemente, que algún vecino se paraba en el ingreso a intentar tener señal y poder mandar un mensaje.
Los niños y docentes en el patio de la escuela. Foto: Marcelo Martínez.
“Acá, la escuela es la única institución pública”, cuenta Nancy. La jornada escolar comienza a las 9 horas y se extiende hasta las 17. En esas horas, los niños tienen clases y talleres, también desayunan y almuerzan y comparten el día a día.
Para quienes viven allí, la jornada es de 24 horas. También es un desafío para los docentes que conviven durante toda la semana. De Junín de los Andes, de Plottier, de Las Lajas, de Neuquén. Todos viajan semanalmente para trabajar y vivir de lunes a viernes en la escuela.
En la cocina y en el resto del edificio, también están Vivi, Mari, Laura y Vale. Algunas se encargan de cocinar, otras de la limpieza. Ellas viven en Cuyín y tienen distintos horarios, con el objetivo de que los niños que viven en el albergue siempre tengan comida caliente y un espacio en el que pasar los días.
Juan Aleman es docente hace 20 años en la escuela de Cuyín Manzano. Vio pasar distintas camadas de niños y ahora es maestro de hijos de quienes fueron sus alumnos incluso. Allí también conoció a quien es su compañera. Recuerda que cuando llegó, “no había nada, estábamos sin comunicación”.
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La escuela cuenta con amplios y lindos espacios para recibir a los alumnos. Foto: Marcelo Martínez.
“El día que empecé, llegué en colectivo hasta Confluencia, y de ahí entré caminando. Me atendió un auxiliar, me dio la presentación y me invitó un plato de tallarines con pollo”, recuerda. Desde ese día, no se fue más y ahora está a un par de años de jubilarse.
“Creo que no cualquiera podría estar en este contexto, como yo no podría trabajar en la ciudad”, dice con convicción y agrega que el ritmo de vida, muchas veces, “no es fácil. El contexto rural y el ritmo de trabajo, es otra cosa”.
Juan recuerda que cuando llegó, hace dos décadas, había alrededor de 30 chicos en el albergue. “Hubo muchos cambios a nivel provincial”, añade en relación con el contexto actual, en el que concurren muy pocos chicos, pero afirma que “las escuelas rurales tienen un rol muy importante, un rol social. Quisiera que siga el albergue en la institución”.
“Es sacrificado”, coincide Natalí Haedo, la joven celadora que vive su primer año en Cuyin. Oriunda de Neuquén capital, asegura que el cambio de la ciudad al campo, es brusco, pero le gusta el camino elegido y eso se nota en su modo de hablar, en los abrazos que recibe de los chicos, en el cariño que le pone al día a día.
Roberto Olave es otro de los celadores que está desde hace ocho años en la Escuela 11. “Las escuelas rurales se hicieron para que pudieran educarse los niños de las familias que viven alejadas de cualquier pueblo. A veces hay distancias muy largas y eso se desconoce en la ciudad”, dice.
Nancy Fuentealba, directora de la Escuela 11. Foto: Marcelo Martínez.
“Cuando no vienen los chicos, se siente un vacío enorme. Yo espero que el albergue subsista y que puedan venir alumnos de otros lados, porque si no se cierran oportunidades para muchos niños que no pueden ir a otro lugar”, asegura.
Así como la vida para los chicos que asisten y viven en escuelas rurales, es distinta a la de aquellas personas que viven en la ciudad, el trabajo de los docentes también lo es. Ellos también conviven, la mayoría de las veces, de lunes a viernes con sus compañeros laborales que se convierten casi en familia.
“Acá se vive todo muy distinto. Por ejemplo, las luchas, también son diferentes. Si hacemos paro, los chicos que viven en el albergue tampoco pueden venir”, relata Susana Gutiérrez, otra de las docentes de la Escuela 11, quien además remarcó que el mayor intento, es darles a los alumnos, las mismas oportunidades que tienen en las ciudades. “Ahora tenemos computadoras y hasta armamos un laboratorio”, cuenta.
Laura y Vivi, parte del equipo de auxiliares que llevan adelante la organización y limpieza del establecimiento. Foto: Marcelo Martínez.
“A veces salimos a caminar, tenemos taller de cocina, hacemos un montón de cosas. No me gusta irme, me gusta estar en la escuela”, dice Piuké quien en pocos meses, finalizará la primaria y luego, le tocará ir a la ciudad para seguir con los estudios secundarios.
Los chicos son pocos, pero le dan vida a la Escuela 11, que supo albergar a cientos de pequeños pobladores rurales y de otros pueblos, que llegaban cada lunes para vivir su vida junto a los maestros y auxiliares, que la mayor parte del año, eran su familia. “La escuela es un laboratorio. Acá experimentamos la vida”, reflexionó una de las docentes. Así la recuerdan quienes fueron a esa escuela hace 80, 60 o 30 años y en ese predio, quedan todas las historias de quienes supieron ser protagonistas de cada año escolar. (ANB)