Pinceladas de infancia me trajo la aún increíble partida del “Negrito” Daniel Pacheco. Aires de barrio, que me atrevo a compartir como un mínimo homenaje a la gente común de ese Bariloche que ya no está. Gente que moldeó con el barro cálido y cotidiano lo que soy. Lo que somos los que somos del Barrio Lera.
Voy a ser injusto y parcial, porque hablaré solamente de lo propio. Pero habrá otros, que en los comentarios de esta nota o con unos mates en casa agregarán más y más ladrillos a una mágica y caprichosa construcción de la historia más íntima de nuestro pueblo.
Y me encantaría también que le lleguen esas historias a los “venidos y quedados”, a los que con amor han venido a aportar a Bariloche su propia impronta, su vida anterior, su familia, sus vivencias de otros barrios como el mío, pero en otros lugares. Entre todos hacemos que Bariloche sea una de las sociedades más complejas pero más maravillosas para vivir.
Danielito Pacheco
Daniel no podía no ser cómico. Era naturalmente gracioso, histriónico. Como tenía ese aspecto de niño eterno, siempre pareció más chico de lo que era. Recuerdo que en esas épicas noches de box en Bomberos, con el estadio rebosante de cigarrillo y de gente, en un momento de la noche subía al escenario “el Negrito Pacheco”. No puedo ser preciso. No sé cuántas veces pasó eso, tal vez fue solamente una vez, pero lo recuerdo patente, por supuesto, porque era él. Presentado como una especie de pequeño prodigio subía a contar chistes y a recitar. Eso me acuerdo. Un niño, arropado por el humo de la multitud, en medio del ring, sin ningún tipo de problemas para enfrentar al público más difícil del mundo. Porque el público de las noches de box de Bomberos era el más punzante, el más incisivo, más hiriente y más gracioso que ustedes se puedan imaginar. Creo que recién décadas después pude escuchar semejante nivel de ingenio en la gente que esperaba el paso de los autos en el rally de Córdoba.
Bueno. Imaginen. Bomberos lleno de bote a bote. Todo el mundo esperando la gran pelea y el negrito ahí, haciendo reír o emocionar. Había que ser muy carismático para que no te abuchearan. Y había que ser un loco para mandar al ring a un niño en semejante contexto. Ni en Las Vegas se animaron a tanto. Sonrío pensando que capaz que era idea de José Jalil, valiente y osado hasta el ridículo, puro corazón generoso, tipo que merece más de un monumento.
Se merece un monumento
La casa de los Pacheco fue la primera que tuvo tele en mi barrio. La 9 de Julio era de tierra, al estadio se entraba con el auto, la cancha estaba llena de piedras, donde hoy se ubica la Axion vivía muy precariamente gente que recuerdo con mucho cariño, entre ellos los Cárcamo, que eran un montón, según mi mirada de niño. Al lado estaban los Velázquez, con el “súper” y el “gordo”. Distinguir entre los dos hermanos me ayuda a trazar una línea entre generaciones. Entre los grandes y los chicos. Hoy veo que no eran tantos años de diferencia, pero en aquellos tiempos había muchos “grandes” inalcanzables en el barrio. Guapos y grandes jugadores de fútbol. Barrio pesado y futbolero, el Lera. Y nosotros, los chicos, no teníamos más que admiración por esos tipos, que jugaban con una prestancia única, que ya salían con chicas, que bajaban al centro y que hasta iban a Grisú. Imaginate. Yo pasaba a buscar al Gordo y nos íbamos a los terrenos vacíos de Parques Nacionales, a darle a la pelota en un “arco a arco” interminable. Los que nos han visto en una cancha saben que el Gordito aprendió y yo no. Pero ese es otro tema. La cuestión es que pateábamos hasta que Don Antonio llamaba a atender el negocio o a hacer la tarea. Fin de la tarde.
Pero me fui por las ramas. Vuelvo: los Pacheco tenían tele y el negrito cobraba una moneda para ir a ver. Y en esa casa, pequeña, multitudinaria y totalmente diferente a mi rígido hogar, vivía la “Nena” Pacheco. Alguien debería escribir la historia de esa mujer: dicen que más de una vez cargaba un chumbo, que se las bancaba ante cualquiera, que era la gran dueña de la noche, que nadie reía como ella, que no habrá nadie igual. La imagino como la Malena aquella del tango, más que como una indómita jefa, pero parece que era un poco de todo. Mi viejo, que era un gringo más que correcto, hablaba de “La Nena” con una rara mezcla curiosa de respeto y tímida reprobación. Lo pienso y me causa gracia, parece que “La Nena” era en sí misma como el pecado y la redención. Ojalá alguien escriba alguna vez su historia y una calle lleve su nombre y las nuevas generaciones entiendan, como los que la conocimos, que se merece un monumento.
Decir adiós
Decir adiós es morir un poco. Cada vez que alguien querido se va nos quedamos un poco más solos. Y cada vez hay menos testigos de lo que fuimos cuando éramos esos chicos inocentes, queriendo convertirnos en lo que finalmente hoy somos, o no somos. Depende. Por eso escribo este par de líneas para decirle chau a aquel niño. Lo hago con mucho cuidado y respeto porque es muy mínimo y muy íntimo lo que puedo contar. Lo que sí tengo claro es el orgullo de un barrio que cambió tanto que ya no hay peleas los sábados a la noche en la vereda del bar que alguien muy ingeniosamente llamó “Luna Park”, porque jamás faltaban las noches de pugilato.
Pero al mismo tiempo ese barrio está tan presente que todavía quedan algunas casas de las originales, aquellas tan características, que ahora hay que buscarlas con lupa, pero que están. Arriba madera, medio tronco, tipo bombé, y abajo de material. Y lo más importante: quedan las risas, las anécdotas y las lágrimas de esa increíble gente simple que es, ni más ni menos, que parte de la historia misma de Bariloche.
Antonio Zidar