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En el Día del Libro, una visita a la Biblioteca Sarmiento
Anécdotas de quienes conocen el lugar desde hace tiempo.
El vicepresidente de la comisión directiva y la lectura, unión imperecedera (fotos: Facundo Pardo).
El 23 de abril es el Día del Libro.
Se puede bucear en el porqué, y así se sabrá que remite a la coincidencia de fecha en las muertes de Wiliam Shakespeare, Miguel de Cervantes y el Inca Garcilaso de la Vega, un día así pero de 1616, coincidencia que no es tal, ya que, en realidad, el único que murió en esa jornada fue el último… El autor de Don Quijote de la Mancha lo hizo el 22 de abril (aunque aguardaron veinticuatro horas para enterrarlo), mientras que, para el dato del inglés, se tuvo en cuenta el calendario juliano, no el gregoriano que se usa en la actualidad.
Más allá de esa confusión, que no hace más que tornar incluso más interesante el festejo, porque parece una trama de errores guiados por la pluma de un escritor, la mente también puede dispararse a lo que sucede en Cataluña, donde, por Sant Jordi, se obsequian rosas y libros.
Y, aparte de estos pensamientos cruzados que llaman a divagar sobre la fecha, como estamos en Bariloche, ante la mención del Día del Libro es factible que en la cabeza surja de inmediato la imagen de la Biblioteca Sarmiento, emblema de lectura en esta parte de la Patagonia.
La biblioteca aún funciona como lugar de encuentro.
Emplazada en el Centro Cívico, su figura de piedra tiene, más allá de su contenido, mucho de literario desde lo sensorial: los laberintos de libros, la presencia de la madera, las salas a descubrir, los diversos pisos… y hasta una gata llamada Alfonsina, que, además de recordar con su nombre a la poetisa argentina, parece salida de un cuento de misterio.
La gata Alfonsina.
En ese espacio, el vicepresidente de la comisión directiva del lugar, Pablo Ruberti, recibe al cronista para extenderse en una charla que se desarrolla sin mirar el reloj, aunque las agujas pegan vueltas y más vueltas.
Así, el hombre, de sesenta y ocho años, se remite a su infancia y cuenta: “Yo vivía en Morales y Gallardo. En la segunda mitad de la década del sesenta, cuando salía del colegio, venía y me quedaba hasta que me echaban porque tenían que cerrar”.
Pablo, junto a Julia, de la sala de lecturas.
De tal manera, citando a Jorge Luis Borges, quien alguna vez dijo: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”, Pablo comenta: “Para mí, desde los ocho hasta los doce años, este fue mi paraíso”.
Además, rememora la vez que una maestra leyó en el aula un cuento de Horacio Quiroga. “Me gustó, entonces vine acá y pedí algún libro suyo”, apunta. El asunto es que la bibliotecaria le contestó que no eran cosas para su edad, así que se fue masticando bronca. Pero cierto día, al revisar los libros del padre, descubrió una obra de Quiroga… Aunque sus papás murmuraban entre ellos que no era algo para que un niño leyera, finalmente pudo hacerlo.
Aroma a libro…
En lo que hace a la Biblioteca Sarmiento, recuerda aquellas tardes juveniles empapadas en páginas de Emilio Salgari y Julio Verne.
“Yo pedía libros y los sacaba a nombre de mi papá”, cuenta Pablo. Pero, cierto día, el padre sostuvo: “La cuota no es tan cara, empezá a pagarte la tuya”. Desde aquel momento, el niño se hizo socio y comenzó a retirar lo correspondiente a la cuota del dinero mensual que le daban en su casa (la “mesada”, como se llamaba a la plata que los padres entregaban cada determinado tiempo a los hijos).
En busca del tesoro perdido…
Al crecer, Pablo empezó a realizar actividades de montaña, y quería leer sobre el tema, así comenzó a visitar otra biblioteca, la del Club Andino Bariloche, donde se quedaba charlando con Vojko Arko.
Más adelante, tuvo una etapa en la que se interesó en libros relacionados con la política, y también se apasionó por obras de geología.
De cualquier modo, cuando se le consulta por un título preferido, opta por El mundo es ancho y ajeno, novela del peruano Ciro Alegría.
En cada rincón, hay páginas por descubrir.
Beatriz Fant, por su parte, quien es vocal de la comisión directiva, a la hora de escoger una obra, se inclina por El nombre de la rosa, de Umberto Eco.
La mujer, de setenta y cinco años, también se acercó por primera vez a la Biblioteca Sarmiento durante la primaria.
Guarda varios recuerdos de aquella época, como cuando en sexto grado le tocó averiguar sobre Lituania, Estonia y Letonia, países que en aquel momento estaban tras la “Cortina de hierro”. No encontraba ningún dato, hasta que le consultó a la bibliotecaria y en la Enciclopedia Espasa hallaron algo de información.
También cita la ocasión en que, cuando Julio Cortázar empezaba a deslumbrar a los lectores del mundo entero con su literatura lúdica, llegó y preguntó: “¿Qué es un cronopio?”.
Las opciones son múltiples.
Dentro de poco, Beatriz viajará a Buenos Aires para concurrir a la Feria del Libro, en el marco de las jornadas auspiciadas por la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, en pos de adquirir títulos nuevos, pero también la motiva interiorizarse en cómo se puede motivar a los jóvenes para que se acerquen a un sitio que, según indica, cada vez se muestra menos poblado por gente de menor edad.
“Es una gran preocupación cómo hacer para atraerlos… Estamos siendo una biblioteca para gente grande”, reflexiona.
Al menos, ya han dado pasos en pos del objetivo. Por ejemplo, comenzaron a traer obras de manga, algo impensado tiempo atrás.
Están los libros, pero también hay gente que lleva sus computadoras.
Más de la inquietud por ver cómo acercar a ese tipo de público, tanto Beatriz como Pablo coinciden en que el sitio se mantiene como un espacio de encuentro.
Aún, entonces, actúa como faro. Por los títulos que se atesoran, la sala de lectura y, también, por las otras opciones que ofrece la Biblioteca Sarmiento, tales como talleres y espectáculos.
Salas a descubrir…
En cualquier caso, el espíritu del lugar sigue radicando en esos objetos de papel, tan frágiles y, a la vez, eternos. A ellos, hoy, desde este rincón virtual, les deseamos un muy feliz día.
Pasión por los libros.