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Mario Vargas Llosa: una evocación desde la Patagonia

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El escritor peruano falleció a los ochenta y nueve años. Un recuerdo que lo tiene como protagonista.

Vargas Llosa, el intelectual por excelencia (fotos gentileza de Noelia López).

Se fue el último gran protagonista del boom latinoamericano.

Julio Cortázar partió en 1984.

Carlos Fuentes, en 2012.

Gabriel García Márquez, en 2014.

Ahora, los que amamos la literatura sabemos que recordaremos el 2025 por ser el año del adiós a Mario Vargas Llosa.

Están sus libros –muchos. Eso lo inmortaliza. Pero siempre quedaba un espacio en el estante para el próximo, ese que ya no llegará… O quizá sí, porque es probable que en algún momento se den a conocer los “inéditos” de alguien que fue muy productivo a la hora de que la hoja dejara de estar en blanco. Aunque, claro, ya no será lo mismo. De existir, esos tesoros se recibirán como tales, pero ya no estará detrás su figura –inmensa– para respaldarlos en entrevistas siempre jugosas.

Vargas Llosa abarcó diversos géneros.

Novelas, cuentos, ensayos… 

A pocas personas les ha calzado tan bien la palabra “intelectual”.

Se podía estar de acuerdo o no con sus opiniones, pero nadie puede negar que cada una de sus palabras era emitida con plena convicción.

Y, antes que nada, era un amante de la libertad. Pero en serio. No utilizaba la expresión como un eslogan.

En este rincón patagónico, al husmear en la biblioteca (hay una cincuentena de obras suyas, y así y todo faltan títulos), un periodista y aprendiz de escritor se topa –entre los libros de don Mario– con un programa teatral que provoca que su mente se dispare a 2005.

Ya no recuerda cómo, pero en enero de aquel año, desde la ciudad balnearia en la que vivía, consiguió que le permitieran estar en una función en Buenos Aires de La señorita de Tacna a la que Vargas Llosa, autor de la obra, asistiría.

De esa manera, viajó, presenció el espectáculo con el futuro Nobel a unos metros y, también, participó de un encuentro que mantuvo con la prensa, charla que se transformó en una especie de conferencia magistral.

“Pertenezco a la última generación de escritores que dejará manuscritos”, dijo Vargas Llosa en aquel momento, acerca de su costumbre de escribir a mano en cuadernos rayados antes de pasar a la computadora.

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El aprendiz de escritor –que por aquel tiempo ya había saboreado todas las novelas del peruano, varias de ellas en noches en que el sueño se retiraba para dejarle espacio a la pasión que generaban aquellas lecturas– tuvo la oportunidad de hacerle una consulta.

–¿Cómo definiría a los demonios que lo impulsan a escribir? –consultó el joven, recordando la metáfora que solía utilizar Vargas Llosa para referirse a los impulsos que lo llevaban a la creación.

–Bueno, si uno los conoce y puede hablar con ellos con tanta facilidad, ya no son demonios –sonrió Vargas Llosa, para luego señalar: –Creo que, para ser eficaces, los demonios tienen que ser esas fuerzas, tensiones o presiones escurridizas, amorfas, que uno no conoce bien, pero que, desde la sombra, empujan a la imaginación en determinada dirección. Con esta metáfora me refiero a que, en la creación –no sucede sólo en la literatura, sino también en cualquier ámbito creativo–, hay fuerzas que no son racionales, que no están controladas exclusivamente por la inteligencia, por el conocimiento, sino que vienen del instinto, de esos fondos que de pronto se abren y le entregan a uno ciertas imágenes. Cuando escribo algo creativo, justamente, espero con gran impaciencia y curiosidad esas contribuciones misteriosas de mi propia sinrazón: una idea para crear un personaje, para moverlo en cierta dirección, para vincular episodios, un tipo de fraseo para narrar determinada historia… Yo me doy cuenta de que no es algo que resulta naturalmente de un raciocinio. Es una intuición, un movimiento profundo que escapa a lo puramente racional. Creo que procede de un núcleo seguramente reprimido por la propia conciencia, pero que, desde las sombras, alimenta la creatividad humana.

Descanse en paz, don Mario.