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Pablo Carballo, el héroe de Malvinas al que Bariloche le quitó la orfandad

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“Soy barilochense de alma”, afirma el veterano de guerra recientemente declarado Ciudadano Ilustre por el Concejo Municipal.

Carballo, al hablar de Malvinas, sostiene: “Estoy mutilado, y quiero estar entero”. Foto: gentileza

“Cuando la guerra terminó, cada provincia reconoció a sus veteranos, pero a  mí no…”, suspira desde Córdoba Pablo Carballo, evocando lo que siguió tras combatir en Malvinas.

Dice que, en cierta forma, se sentía “un huérfano”.

Pero, finalmente, días atrás, el cariño contenido que el pueblo siente por él, como por tantos que expusieron su vida en el Atlántico Sur, quedó reflejado expresamente en la declaración del Concejo Municipal de Bariloche, que lo nombró Ciudadano Ilustre.

¿Pero por qué Pablo había quedado boyando sin su merecido reconocimiento?

Básicamente, sucede que nació en Capital Federal y, de chico, por un traslado de su padre, que era capitán de la Fuerza Aérea, llegó a Bariloche, mientras que, en la actualidad, reside en Córdoba.

En tal sentido, advierte que en Buenos Aires “sólo reconocen a los soldados”, y en Córdoba no le brindaron una distinción de ese tipo porque “dicen que hay que tener diez años de residencia antes de la guerra en forma continua, y un oficial no puede estar más de seis en un destino…”.

Cadete de la Escuela de Aviación Militar.

“Ninguna provincia me reconoció durante cuarenta y tres años, por eso me sentía un huérfano, y creo que, con lo que realicé, merecía que algún sitio me considerara su hijo… Y, en realidad, yo siempre me sentí hijo de Bariloche, no de otro lugar”, señala, para luego añadir: “Sé que en la guerra hice todo lo que pude. Me arriesgué por amor a la patria, a mis hijos, a mi señora y a los hijos y las familias de los demás”.

“Soy barilochense de alma. Desde los tres años hasta 1990 estuve en la ciudad, y ahora sigo yendo”, cuenta.

Para él, entonces, resulta “una alegría inmensa” que esa orfandad que sentía sea reemplazada por el abrazo de esta localidad a partir de la declaración del Concejo Municipal.

Con dieciséis años, en el cerro Catedral, posando como si estuviera esquiando.

“Todavía me acuerdo de cuando llegué a Bariloche, todas las sensaciones que me invadían en el barrio aeronáutico. Después, mi padre, cuando se retiró, se fue a vivir al campo, donde yo era un paisano, vivía a caballo. Iba en sulky a vender huevos y pollos a la ciudad. Y concurría a la escuela Domingo Faustino Sarmiento, en la costanera”, narra, e incluso menciona el nombre del equino: Bochín. “Cuando en invierno nevaba un poquito, y después todo se congelaba, el caballo se abría de patas… El pobre Bochín se resbalaba”.

“Íbamos a cazar liebres en la nieve; teníamos nueve perros”, continúa, indicando: “El campo, de diez hectáreas, estaba en la zona donde ahora se encuentra el INTA, sobre la costa del lago”. 

Pablo detalla: “La casa que mi padre hizo con sus manos aún se mantiene, la usan como depósito en el INTA. Allí, sin luz eléctrica ni agua corriente, viví cuando era chico”.

Casa construida por su padre, sin agua corriente ni electricidad. Pablo vivió allí hasta los once años.

Y desgrana más recuerdos: “Había una señora que trabajaba en mi casa y tenía diez hijos. Al morir su marido, muy joven, no podía mantenerlos y cuidarlos a todos. Entonces, uno de ellos vino a nuestra casa, Epifanio Umaña, que pasó a ser un hermano. Actualmente, tiene una panadería en El Alto”.

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“Cuando mi padre se fundió con el campo, de vivir en un rancho pasé a Villegas 237/239, a dos cuadras del Centro Cívico”, cuenta.

“Mi papá, con la venta del campo, pagó todas las deudas, y con lo que sobró compró el departamento. Es decir, cuando éramos millonarios, yo vivía como un paisano; después fui pobre, pero vivía como rico”, sonríe.

“Fue entonces cuando concurrí a la Escuela Primo Capraro, donde aprendí alemán. La secundaria la hice en el colegio Doctor Ángel Gallardo”, evoca.

También revela que cuando tenía diecisiete años, en Bariloche, comenzó a escribir poemas. De pronto, comienza a recitar uno de ellos, titulado Noche de invierno en Bariloche, que culmina con versos que rezan: “La nieve refleja las luces del pueblo/ los copos despacio continúan cayendo/ una alfombra blanda va cubriendo el suelo/ y allí en Bariloche todo es como un cuento”.

En la Feria del Libro 2025, el 10 de mayo. Pablo escribió varios libros acerca de Malvinas, y también de poesía.

Pablo también estuvo entre los que se desempeñaron en el viejo Canal 3, donde, entre otras cosas, fue cameraman.

Luego partió a Córdoba, para ingresar en la Escuela de Aviación Militar. “Yo nací con alas”, ríe, y asegura: “No quería ser otra cosa que lo que fui y soy. Amo volar. Durante treinta años, he volado F-16, F-18, Casa 101, Pillán, Mirage 3, Mirage 5, Mirage 3C, A-4B, A-4C, Mentor, Morane, planeadores… de todo. Y realmente lo he disfrutado muchísimo”.

Y, claro, como parte de la Fuerza Aérea, fue a Malvinas. Desde mucho antes de ir a combatir, aquellos trozos de tierra rodeados por agua eran significativos para él. “Mi padre me hablaba de la patria; mi madre, de Dios. Cuando yo era chico y estábamos en el campo, papá se ponía a hacer un asadito y los niños nos colocábamos a su alrededor. Nos contaba historias y mencionaba a las Malvinas”, rememora, y sigue: “Cuando iba a la escuela secundaria, en el Ángel Gallardo, hicieron un concurso sobre una provincia argentina. Yo quise trabajar con mi mejor amigo, Guillemo Golinelli, que ahora vive en Olavarría. Trabajamos sobre las Islas Malvinas. Después llegamos a pensar que nos iban a poner amonestaciones, porque no era una provincia. El premio se entregaba en la Biblioteca Sarmiento. Fuimos y ganamos. Nos regalaron un viaje en la embarcación Modesta Victoria. Entregaban un voucher. En lugar de usarlo, lo guardé de recuerdo, y aún lo tengo”.

Con Mirta, su esposa, en Bariloche. “La amo, este año cumplimos cincuenta y tres de casados y más de tres de novios”, expresa el piloto. Tienen seis hijos: María José, Pablo Esteban, Candela, Juan Cruz, Agustina Abril y Tomás Ignacio. 

El 2 abril de 1982, su mujer, Mirta Elizabeth Sorbera, se había levantado temprano, para preparar el desayuno. “¡Pablo! ¡Recuperamos las Malvinas!”, gritó ella, al escuchar la noticia. “Habían actuado sólo los comandos de la Fuerza Aérea y la aviación de transporte”, dice el piloto.

Finalmente, acudió a combate. “Llegué a Río Gallegos el 17 de abril de 1982 y volé por primera vez a Malvinas el 23 de ese mes”, precisa, aclarando que nunca tocó tierra malvinense. “Nosotros no podíamos aterrizar con los aviones de combate, porque la pista era demasiado corta. Se despegaba desde distintas bases del continente: Río Grande, Río Gallegos, San Julián, Comodoro Rivadavia y demás”, narra.

Durante el conflicto bélico, Pablo participó de misiones emblemáticas.

En varias ocasiones atravesó momentos complicados, pero siempre consiguió reponerse. “El 23 de mayo estalló un misil debajo de mi ala izquierda; el 25 me golpeó una esquirla grande en la derecha; el 27 me pegaron en seis lugares diferentes, y uno de los impactos produjo un agujero del tamaño de una pelota de fútbol”, rememora.

Condecoraciones: Cruz al heroico valor en combate; medalla del Congreso de la Nación al Combatiente de Malvinas; distinción de la Fuerza Aérea Argentina; una bala inglesa que quedó estampada en la última chapa del tablero de instrumentos que un suboficial retiró y entregó a Pablo diciendo: “Tome, esto iba a su pecho”.

En cuanto al 14 de junio, día en que flameó por última vez la bandera argentina en las islas, Pablo reconoce: “Si yo no hubiera tenido a mi esposa y los tres hijos que tenía en ese momento (luego legarían tres más), hubiese deseado haber muerto antes, allí, en Malvinas”.

“Fue una decepción terrible saber que una vez más triunfaba la prepotencia y la soberbia sobre la justicia y la verdad. Yo pensaba que íbamos a recuperar las islas para siempre”, expresa.

Pablo, con traje de vuelo; a su lado, con su casco, el hijo de un médico de la Fuerza Aérea, en Río Gallegos.

–¿Qué siente ante la cercanía de la apertura del museo sobre Malvinas en Bariloche?

–Para mí, eso es algo importantísimo, una maravilla en la que mucho tiene que ver Rubén Pablos (director de Veteranos de Guerra de Río Negro) y todos los veteranos rionegrinos. Lo que van a hacer con el Mirage, al ponerlo sobre el agua, es algo que, al menos que yo sepa, no existe en el mundo. Mi casco va estar en el museo, junto al de Jorge Luis Huck, que también era piloto en Malvinas.

–¿Qué avión pilotó en Malvinas?

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–El A4 Skyhawk. Un avionazo. Tan es así que en la película Top Gun el avión que lucha contra los F-14 es un A4

–Lo de colocar en Bariloche la aeronave sobre el espejo de agua es en honor a ustedes, que pilotaban a muy baja altura para evitar los radares ingleses. Al momento de hacer aquello, ¿lo habían practicado con anterioridad, más allá de que no se pensara en una guerra, o fue una determinación obligada por las circunstancias?

–Volviendo a Top Gun, en este caso a la segunda parte, Maverick, es una película basada totalmente en Malvinas. El nombre de la escuadrilla es Dagger, que es como se llamaban los Mirage 5; la forma que tienen para evitar los radares es la nuestra, volar rasante… Y en la guerra eso lo resolvieron oficiales antiguos del Comando de la Fuerza Aérea, en Comodoro Rivadavia. La mayoría, pilotos de combate; también, ingenieros. Ellos idearon el sistema: cinco aviones como máximo, con una formación como la de los dedos de la mano, con el más largo como guía. Hubo ataques de siete aviones, pero en general se hizo con no más de cinco. Y todos debían pasar antes de que las bombas explotaran. Levantábamos la nariz del avión, lo invertíamos, bajábamos la nariz cuando veíamos mar, enderezábamos la nave y seguíamos derecho para no chocarnos entre nosotros.

–¿Y cómo fue hacer eso directamente en combate?

–Sucede que no habíamos practicado sobre mar, pero sí sobre tierra. Están las navegaciones tácticas. Por ejemplo, la “gran-baja-gran”, que es ir en altura, después descender e ir rasante para luego levantar y atacar. Los mejores sistemas de armas del mundo vuelan dieciséis horas por mes; nosotros, antes de la guerra, en el mismo lapso de tiempo, hacíamos entre veinticinco y treinta, o sea que estábamos súper entrenados. No costó hacer vuelos rasantes porque era algo que hacíamos siempre. Pero sí tuvimos que ver cómo no matarnos con nuestras propias bombas, es decir que las explosiones no nos alcanzaran, y también no chocar con otro de nuestros aviones. Porque éramos cuatro o cinco aviones que, juntos, atacábamos rasante un mismo blanco. Y todo se hizo perfecto. No se produjo ni un choque. Tampoco ninguna bomba alcanzó al que atacaba.

–Alguna de las veces que su aeronave tuvo averías, ¿sintió miedo?

–Temor sentía cuando estaba de alerta en tierra; en vuelo, se me iba. Abajo tenía pánico. Existía una lista para salir. A las dos horas, la espera te destruía, porque sabías adónde ibas, marchabas a meterte con los ingleses, y ya habías estado ahí, donde te dispararon con todo… Entonces, aguardar era terrible. Mientras esperaba, cada vez me daba más miedo, y pensaba que no me iba a poder controlar. Pero cuando despegaba las ruedas del suelo, todo eso se desvanecía.

–En la actualidad, ¿qué es Malvinas para usted?

–Un pedazo de patria robada. Estoy mutilado, y quiero estar entero.

Con sus compañeros de la promoción 1967 de secundario, en el Centro Cívico. Pablo nombra a todos los que estudiaron con él: Graciela Sosa, Cristina Pefaure, Marta Arroyo, Carlos Anton, María Brockerhof, Carlos Balseiro, Graciela Caldart, Agustín Beveraggi, Cristina Gatius, Domingo Beveraggi, Marta Lamuniere, Guillermo Bugni, Rosa Malderholz, María Manaseck, Julio Chretien, Nora Martínez, Silvia Notta, Diego Fenoglio, Diane Parke, Guillermo Golinelli, Marta Peirano, Héctor González, Elsa María Roselló, Fernando Guillén, Alba Sepúlveda, Manfredo Lendsian, Carmen Gloria Silva, Maximiliano Alberto Levi, Norma Telechea, Enrique Mogensen, Marta Tirabasso, Jorge Poviña, Blanca Verdura, Ángel Rodríguez, Orlando Rotondaro, Enrique Schliemann, Ricardo Spoturno, Federico Taxer, Manuel Vázquez, Franciso Vázquez y Ernesto Weber.